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viernes, 1 de noviembre de 2013

Sic transit (Cuento para un día de muertos)

Cuando en San Juan se supo que se construiría el puente peatonal para comunicar por fin ambas riberas del río se inicio un revuelo que se puede decir que todavía no termina. En esta pequeña ciudad de provincia, con pretensiones cosmopolitas, aun conocimientos menos importantes se desmenuzan metódicamente. La población se enfrascó en una discusión que parecía no tener fin. Los partidarios del progreso veían la construcción como uno más de los signos inequívocos de que San Juan iba para adelante y los defensores de lo provinciano, lo típico (que por lo demás en San Juan no existe) pensaban que la monumental estructura de concreto no haría otra cosa sino afear la idílica imagen de un río al cual todos ven con la misma familiaridad con que se ve a un pariente. Y sí, el río que atraviesa San Juan es hermoso. Quizá habría que dejar de lado las enormes cantidades de basura que los habitantes de San Juan arrojan en él con una desaprensión que sólo se compara al encono que ponen en defenderlo. Tal vez habría que hacer oídos sordos al constante murmullo de las bocas de descarga que, procedentes de los cárcamos de bombeo del sistema de drenaje, derraman en él los deshechos cotidianos. Pero desde luego lo mejor es no tocar el tema porque uno no es de aquí, y a la gente le molesta mucho más que los forasteros opinen de sus asuntos que cualquier inconveniencia que les pudiera causar el puente, que después de todo es de ellos. Si acaso, los comentarios más agrios se referían al hecho de que los constructores elegidos para llevar a cabo la obra hubieran sido de la Capital; aunque a nadie se le ocurrió pensar que eran especialistas a todos les molestó que fueran chilangos.

A Jacobo, en realidad, toda esta polémica le tocó sólo colateralmente. Por sus actividades, le era necesario atravesar el río quizá una o dos veces por semana. Cuando esto ocurría, él, como todos los demás, hacía uso de las pequeñas barcazas que con monótona regularidad cruzan en un sentido o en otro durante todo el día y toda la noche. A él lo que le impresionaba del río era la vista de sus aguas que serpentean hacia el norte y que, rizadas por la caliente brisa, reflejan el sol con la textura de un papel celofán verdoso y arrugado.

Jacobo se imaginaba, en sus breves travesías, la vista que se podría observar desde el puente una vez que estuviera terminado. Es cierto que un poco más de un kilómetro aguas abajo hay otro puente; un puente basculante por donde pasan tanto vehículos como peatones y que en realidad hace por lo menos quince años que no se levanta porque ya no navegan grandes embarcaciones por el río que pudiera justificar la apertura del puente, con el consiguiente problema de transito en sus aledaños. Pero ese otro puente para Jacobo no contaba; todas las ocasiones en que intentó quedarse a mirar discurrir las aguas, fueron una verdadera molestia. Una vez casi lo atropellaron, otra estuvo a punto de ser asaltado, en una más a un policía le pareció tan raro que permaneciera acodado en la baranda que lo detuvo por sospechoso y pasó dos días en la cárcel porque no tenía ni explicación convincente de su conducta ni dinero para pagar la multa.

Así que ver en un periódico una fotografía de la maqueta del nuevo puente fue motivo suficiente para convertirlo en un asiduo visitante de las obras. Un detalle en particular le sobrecogía; la torre de un mirador que se elevaría por lo menos setenta metros sobre el nivel de las aguas y que, al decir de un periodista más entusiasta que veraz, permitiría ver hasta el mismísimo puerto de Las Bocas.

Al poco tiempo, Jacobo rivalizaba en su conocimiento de los detalles de la obra con cualquiera de los ingenieros encargados. Pronto pudo distinguir entre la obra muerta y el tirante, entre los colados de concreto armado y los de concreto presforzado. A los pocos días sabía de pesos volumétricos, de cargas de diseño, de esfuerzos al límite, y era capaz de discutir por horas sobre las ventajas de la teoría plástica sobre la elástica. Se hizo un encarnizado defensor de los moldes túnel (que cualquiera saber que son más eficientes que las pesadas campanas de los años cincuenta) y en su entusiasmo llegó a pensar que estaban haciendo el puente hueco para que si se caía, flotara. Desde luego que sus visitas a la obra fueron convenciéndolo de que el puente se estaba construyendo para resistir no solamente dos o tres siglos a la intemperie del trópico, sino para soportar airosamente también cualquier hipotética crecida de las que han hecho famoso al estado de Chontales.

A sus amigos de la tertulia callejera del café no les pasó desapercibido el exagerado interés de Jacobo por el puente. Comenzaron a circular todo tipo de bromas producto del peculiar sentido del humor de la gente de Chontales. Hasta los boleros del parque conocían a Jacobo que era en realidad empleado de un banco, como el Ingeniero. Pero entre veras y bromas, terminó con más de una discusión gracias a su auténtico dominio del tema.

Cuando por fin se terminó la obra, Jacobo no fue el primero en cruzar el puente. Tan señalado honor correspondió, por unos cuantos pasos, a uno de los guardias personales del gobernador que, cuando vio a Jacobo del otro lado del río, pensó que tenía algo que ocultar y se lanzó a la carrera a tratar de aprehenderlo, cosa que consiguió, aunque no se explicaba la mezcla de rabia y alegría en la cara de su prisionero cuando lo traía de regreso detenido del cinturón. La particular agitación que en todos lados se suscita cuando se acerca el gobernador permitió a Jacobo escabullirse sólo para regresar al puente a los pocos minutos y cruzarlo una vez más, confundido en la comitiva de políticos y curiosos. Ese día hizo el recorrido en ambos sentidos por lo menos catorce veces, además de otras tres que subió al mirador. No se había engañado. La vista era soberbia y ya sea que la luz del día le permitiera ver, si no hasta Las Bocas, por lo menos hasta El Pantanal, o que la noche realzara la iluminación de San Juan, valía la pena subir los cuatrocientos cincuenta escalones, para extasiarse con la siempre sorprendente fisonomía de la urbe.

El hecho de que un día Jacobo se haya encontrado en medio del puente viendo hacia el norte y pensando en la muerte, no debe achacarse a otra cosa que a la casualidad. Dicen que el ser humano adulto piensa en la muerte por lo menos una vez al día. Debido a que Jacobo pasaba ratos cada vez más largos en el puente peatonal, resultó inevitable que un día se diera la coincidencia. En realidad no tenía nada de dramático, simplemente se encontró pensando en lo bello que sería morir ahí, en el puente, saltando ante la mirada atónita de los peatones para terminar un hermoso vuelo parabólico, abrazado —odiaba decir amortajado— por las aguas del río que, por las tardes, toman un color más parecido al chocolate indigesto que al acuático glauco.

Siendo San Juan pueblo de preclaros periodistas, fue un error que Jacobo le hubiera comentado sus pensamientos a uno de sus amigos de la tertulia. Pronto todos se enteraron. Porque es bien sabido que si se quiere guardar un secreto, lo peor que se puede hacer es contárselo a un sanjuanense.

No habría pasado de una broma de café y de ser por unos días motivo de las burlas de sus amigos, si Jacobo no hubiera pensado que por fuerza debe haber congruencia entre lo que uno dice y lo que hace. Al poco tiempo consideraba una obligación moral suicidarse y, aunque su salud mental era de hierro y difícilmente se encontraría candidato menos idóneo para salir (por así decirlo) por la puerta falsa, él pensaba que de no tomar su propia vida, ésta se haría extraordinariamente desgraciada. Ya se veía arrastrando la vergüenza de su falta de valor. ¿Cómo volvería a ver a la cara a sus amigos, si todos pensarían de él que era un mentiroso y un cobarde? ¿Cómo habría de verlos de cualquier manera, si cumplir con su propósito también se lo impediría? Un detalle adicional es que Jacobo no por ser consecuente consigo mismo era necesariamente valeroso. En más de una ocasión regresó a su lugar una pierna que ya había pasado por encima de la balaustrada, simplemente porque alguien, al pasar, se le había quedado mirando; y no tanto porque no quisiera morir sino porque veía en la cara del desconocido más sorpresa ante algo que se sale de lo común que sospecha alguna de que pretendiera suicidarse.

Otras veces, subía las interminables escaleras que llevaban al mirador sólo para encontrar que no había testigo posible de su acto desesperado o para quedarse extasiado por la vista fenomenal que, ésa sí, le obsesionaba.

Pero cada día que pasaba, lejos de llevarse de la mente de Jacobo tan peregrina idea, le traía nuevas consecuencias que no había considerado. Las mujeres no lo aceptarían, porque verían en él al suicida o al timorato. ¿Quién le volvería a prestar dinero, si no sabía cumplir su palabra? Su jefe en el banco pronto se enteraría, y de eso a perderle la confianza no mediaba ni un milímetro.

Así que esa tarde se decidió. Lo haría antes de que oscureciera, cuando aún hubiera un buen número de paseantes que pudieran presenciar su sacrificio en aras de la sinceridad. Jacobo bien sabía que cualquier intento por detenerlo sería inútil, pues pensaba oponer una resistencia tan tenaz que cualquier eventual rescatista terminaría por soltarlo ante la inminencia de verse arrastrado con él a las barrosas aguas.

La magnitud de su decisión no le impidió hacer una ronda por los cafés del centro de San Juan, donde ya nadie se acordaba den lo que Jacobo había dicho, sepultado en el inmenso montón de chisme que se procesa diariamente. A nadie llamó la atención la desusada locuacidad de Jacobo y todos atribuyeron a la borrachera esa esforzada alegría que pretendía inyectar al grupo. Aún así, solidariamente, tomaron un café tras otro con él y si alguien le vio soltar una lágrima furtiva, se lo achacó al humo o, mejor aún, pensó que era sudor.

Era ya bien tarde cuando por fin Jacobo se dirigió al puente peatonal; a nadie le extrañó, porque ese era su destino nueve de cada diez veces. Pero él sí que se sorprendió desagradablemente cuando se encontró con que estaba casi desierto. De todas maneras se fue hacia el centro, donde no solamente había más distancia al agua sino que también la vista era mejor —lanzarse del mirador ya lo había descartado por cansado y poco práctico—. La sorpresa de escuchar pasos que lo seguían sólo fue comparable con la de encontrarse, cuando volvió la cara, con el mismo guarura que lo detuvo el día de la inauguración del puente. Jacobo lo reconoció de inmediato; el otro no. Sacó una navaja de entre sus ropas y procedió a acuchillar a Jacobo de una manera más metódica que cruel. ¿Por qué? Tal vez para asaltarlo, o quizá para arrebatarle la vida nada más porque sí, perdido en alguna pesadilla de alcohol o droga. A la mente de Jacobo no se le escapó la ironía de la situación y, una vez que el criminal se perdió en la noche sin plena conciencia de lo que había hecho, Jacobo pasó desesperadamente una pierna sobre la baranda en un intento postrero de parecer suicida, intento que resultó vano. Al otro día lo encontraron totalmente desangrado con la mitad del cuerpo fuera, sí, pero con la otra mitad indudablemente sobre el puente, como tácita comprobación de que en el último momento le faltó valor.

Sus amigos lo velaron inconsolables. Menudearon los si me lo hubiera imaginado, nada más ayer nos tomamos un café juntos, ¿quién lo diría?, ya ves que hace un tiempo salió con que se quería suicidar, qué coincidencia, morir en el lugar que tanto le gustaba.

Nueve días después, cuando fueron a levantar la sombra, abundaron los chistes. Alguno quiso hacer una colecta para una lápida, pero la verdad es que nadie cooperó.

Alfredo Hurtado Barroso

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